30 diciembre, 2008

La Inmortalidad del Cangrejo

Un cangrejo solitario sentose a la orilla del mar, pensando que los cangrejos mueren, y odiando a la muerte, pues hacía que los cangrejos murieran.
Una gaviota lo miró con curiosidad y se le aproximó para preguntarle en qué pensaba.
- En que los cangrejos debemos morir.
- Las gaviotas también morimos.
- ¿Y tienen idea de por qué les ocurre?
- No.
- ¿Se lo han cuestionado?
- No.
El cangrejo miró el horizonte y se preguntó si la gaviota era estúpida o demasiado conformista. Siguió mirando el horizonte.
- ¿Qué miras? – quiso saber la gaviota.
- Nada. Sólo pienso.
- ¿En qué?
- En que las gaviotas vuelan, y no saben por qué; comen, y no saben por qué; incluso viven, y no saben por qué.
- ¿Para que quiero saber por qué?
- Para explicármelo a mi, que no acabo de entender. Así quizá comprenda por qué motivo ustedes, las gaviotas, se encargan de finalizar la existencia de nosotros, los cangrejos.
- Por ley.
- ¿Ley de quién?
- De Dios. El lo establece todo.
- Entonces Dios es un tirano, que prefiere a las gaviotas antes que a los cangrejos.

No siguieron hablando de leyes y tiranías del Dios que pudo existir; la gaviota no sabía lo que era un tirano, pues nunca había pensado en ello.
Hablaron de otras cosas, y el cangrejo le explicó que si algún día descubría la explicación a sus interrogantes, sería inmortal.
- ¿Inmortal?
- Sí, inmortal; como ningún cangrejo lo ha sido antes.
La gaviota no concebía la idea de inmortalidad, y se limitó a sacudir sus alas, por costumbre.
- Si no entiendo la muerte, moriré – continuó el cangrejo –. Pero cuando logre hallar la respuesta no tendré que morir para experimentarlo. Seré inmortal.

Se marchó entonces la gaviota sobre el mar infinito, y se encontró con un pelícano que le habló sobre un cangrejo que estaba en la orilla sin moverse.
- Está pensando – le explicó la gaviota.
- ¿En qué? – quiso saber el pelícano.
- En la inmortalidad del cangrejo.

12 diciembre, 2008

Treinta Segundos

En treinta segundos podría explicar lo que quiero explicar, pero es muy probable que no sea capaz de hacerlo en la forma precisa; lo que ocurre es que sólo dispongo de medio minuto, y cuando el marcador llegue a ese tiempo la conversación finalizará de golpe. El problema es que si eso pasa mi explicación quedará a medias, por lo tanto no alcanzará a ser efectiva.
Si no logro una explicación que consiga dejar todo asimilado de manera clara en su mente, ella va a tomar el avión y se irá lejos sin haber oído lo que yo quería decirle.
Miro el celular. Trato de tomar una decisión. Ordeno mi discurso. Es inútil; por más que intento encajar todo -los hola, la explicación, la posterior súplica y un margen de cinco segundos para los titubeos- en los treinta segundos, me resulta imposible. Lo menos que he tardado en los discursos de prueba es un minuto con siete, sin dejar tiempo para las intervenciones de ella ni mucho menos para su respuesta.
No importa. Busco en la agenda el número que necesito: ocho nueve dos cuatro nueve seis siete cero. Pongo mi dedo sobre el botón verde, sin presionar, y lo dejo ahí no sé cuánto rato pensando en no sé cuántas cosas. Justo antes de marcar, el celular suena y es ella. Hola mi amor después de pensarlo mucho llegué a la conclusión de que no es tu culpa así que todo se solucionará y me dice además que nos veamos en la entrada del hotel que ahí estará ella y que en realidad es ella quien debe pedirme perdón. Chucha, estaba soñando despierto. Me dormí veinte segundos. Veintiuno. Veintidós. Chucha de nuevo. El celular sigue contando –marqué sin querer- y es ella quien está del otro lado preguntando furiosa qué quiero y diciendo que si no voy a hablar para qué llamo y aclarando que en realidad ya no tengo que llamarla porque lo nuestro terminó para siempre. Veintiocho. Trato de decir algo, lo que sea. No puedo; me sudan las manos. Veintinueve. Comienza a decirme que se va a subir al avión, pero no alcanza a terminar la frase.